Maktúe, que hasta el momento había permanecido con los ojos en blanco, volvió en si bajo la atenta mirada de todos y cada uno de los moradores de su pequeño poblado. Bajo las estrellas, el fuego ardía intensamente. Vivos colores pintaban las llamaradas provocando ensoñaciones a quien se atreviese a mirarlas fijamente.
Brebajes de procedencia desconocida llenaban decenas de cuencos de madera a los pies de Maktúe…sus palabras reclamaban la bendición de los espíritus pasados, presentes y futuros.
Alrededor de la hoguera, el poblado al completo había sido espectador incondicional, como tantas otras noches mágicas, de los viajes de aquel pequeño pero poderoso hombrecillo.
Al volver en sí relató a su pueblo cómo el fantasma del futuro trataría a su amada tierra con el paso del tiempo. Él no tenía secretos para con su verdadera familia. Aterrados por los relatos escuchados se sintieron como un juguete del destino y pensaron en lo realmente afortunados que eran por estar en ese preciso momento y en ese preciso lugar, no sin sentir lástima por todos aquellos que habrían de venir después.
La música de los tambores aún seguía sonando, el ritual no había llegado a su fin. El viejo chamán se levantó ayudado por su inseparable bastón. Con su mano izquierda cogió uno de los cuencos de madera y, de un trago, se bebió todo el líquido que este contenía. Se enjuagó la boca con el brebaje y prácticamente al instante lo escupió al fuego provocando que este se agitase con violencia.
Los espíritus quedaron satisfechos y al son de los tambores las gentes de aquel lugar perdido en medio de ninguna parte agitaban sus cuerpos bajo una especie de danza que los sumía en los más profundos trances. Mientras tanto, Maktúe, se retiraba satisfecho y a paso lento para descansar bajo un manto estrellado.
Tumbado sobre la tierra desnuda apoyaba su cabeza sobre una pequeña roca y aunque pueda parecer una manera muy poco cómoda de descansar él se sentía tan bien como pocas veces se había sentido. La caja volvería a él. Por fin recuperaría lo perdido.
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