jueves, 28 de febrero de 2013

CAPITULO 2. "AICUL Y EL REINO DE LA LUZ"


Capítulo 2
Conociéndome a mi misma

Poco a poco iban surgiendo en mí nuevas capacidades, pero me quedaba tanto por aprender.Necesitaba que alguien orientase mis pasos, necesitaba que alguien me instruyese, me ayudase a potenciar lo que de forma innata había en mí y descubrir todo lo que podía llegar a hacer. Y sobre todo, necesitaba que me dieran respuestas: ¿por qué yo?, ¿había alguien más que pudiera hacer lo que yo hacía?, estaba casi segura de que mi padre y tata Antonia sabían más de lo que parecía.
Cuando contaba 15 años mí día a día aún era como el de una adolescente casi normal. Levantarse, ducharse, desayunar, ir al instituto, etcétera, etcétera y más etcétera. Y en ese día a día las únicas personas que me acompañaban eran mi tata Antonia y mi mejor amigo, Jorge, que para mí era como un hermano.
Conocía a Jorge desde siempre. Desde la guardería habíamos estado juntos. Teníamos una relación muy estrecha, muy especial, nos los contábamos todo. Bueno, más bien casi todo, pues me costaba desvelar mi gran secreto, tenía miedo que no lo comprendiera y para mí perderle era un duro golpe que no estaba dispuesta a provocar. Éramos almas gemelas, hasta teníamos un cierto parecido físico. Ambos con los ojos claros, yo azules y él verde agua, el pelo de un color entre castaño claro y rubio ceniza, la piel tostada, complexión normal, más o menos la misma altura, pues Jorge era un poquito más alto que yo. Nos parecíamos tanto que muchas veces la gente nos preguntaba que si éramos hermanos. Para rizar el rizo, cumplíamos los años casi el mismo día pues yo nací el 21 de septiembre de 2002 a las doce menos cinco de la noche y él el 22 de septiembre de 2002 a las doce y cinco de la noche. Siempre bromeábamos sobre aquello y fingíamos que éramos dos hermanos separados al nacer que con el tiempo volvían a encontrarse sin saber que eran hermanos en realidad, como en las novelas románticas antiguas.
Corría el año 2018, aunque no lo pareciese en mi casa. Todo un vertiginoso mundo de avances tecnológicos constantes revolucionaban cada rincón del planeta, pero eso no iba con la vida que llevábamos. Mi casa y mi entorno más cercano parecían estar atrapados en el tiempo, pues los únicos avances con los que contábamos en el viejo caserón de principios del siglo XIX eran la electricidad y el agua corriente. Bueno, también tenía un móvil que mi tata me regaló solo para emergencias a escondidas de mi padre. No sé por qué pero tenía terminantemente prohibido que en la casa hubiese cualquier objeto moderno. Por no haber no había ni televisión, ni ningún tipo de electrodoméstico, a excepción de una vieja aspiradora. Si no llega a ser por el colegio, nunca hubiera sabido cómo era el mundo en el que vivía. Tenía curiosidad, pero no echaba de menos nada. No se puede echar de menos algo que no has tenido nunca.
Para ser más exactos nos encontrábamos en el mes de septiembre, tan solo faltaba una semana para cumplir 16 años. Este hecho para una adolescente normal era toda una experiencia, lo más emocionante, hacerse mayor, dejar de ser una niña. Un día especial para estar rodeada de tu familia y amigos, elegir los más mínimos detalles de tu fiesta: ¿qué me pondré?, ¿a quién invitaré?, ¿dónde lo celebraré?, ¿qué me regalarán?… Qué maravilloso. La verdad es que soñar no cuesta nada, porque eso sí, imaginación no me faltaba. No hay nada como soñar despierto, no hay límites. Pero mi cumpleaños no sería así, de hecho nunca había sido así. Nunca había podido celebrar mi cumpleaños por expreso mandato de mi padre. Pero eso no era impedimento para que mi tata hiciera una pequeña celebración clandestina. En aquellas fiestas había tarta y cuento, pues ella me preparaba a escondidas una rica tarta de chocolate con galletas y me contaba un cuento. Cada año uno distinto, aunque todos ellos hablaban de reinos lejanos, del poder de la magia, de seres extraños, de parajes maravillosos. Era tan bonito escucharla, era como viajar realmente a aquellos lugares. Adoro y recuerdo con cariño cada uno de los momentos que he vivido con ella.
Faltaban pocos días para mi cumpleaños, en una semana tenía una cita con mi tata. Cada año me pasaba una notita bajo el plato del desayuno en la que lo primero que veía era un ¡FELIZ CUMPLEAÑOS! y posteriormente una serie de pistas que me conducirían al lugar donde nos reuniríamos para celebrarlo. Siempre íbamos a un lugar diferente, no había que levantar sospechas. Era muy emocionante seguir las pistas que me llevaban a ella y a un día inolvidable. Jamás me hizo falta que mi padre se acordara de mi cumpleaños, ni que lo celebrase conmigo como un padre normal. Puede que al principio, cuando era más pequeña, me enfadara por su ausencia, pero mi tata y Jorge hacían que todos los días de mi vida y, especialmente en mi cumpleaños, me sintiera especial y querida. 
Una tarde, estaba en casa, eran más o menos las cuatro, tumbada en mi cama, miraba al techo sin nada especial en qué pensar. De repente, oí un ruido en el piso de abajo. El ruido parecía venir del despacho de mi padre.
—Qué raro —pensé.
A esas horas nunca había nadie en el despacho. Las únicas personas que entraban allí eran mi padre, el ama de llaves y la señora de la limpieza, eso sí, nunca a esas horas. ¿Quién estaría allí?, ¿qué estaba ocurriendo allí dentro? La curiosidad me estaba matando.
Me levanté de la cama, miré por la ventana. Afuera las hojas de los árboles comenzaban a caer y amontonarse. La tristeza y la melancolía del otoño se aproximaban poco a poco. Cielos grises, las hojas amarillentas, el ambiente plomizo, la gente que hasta hacía poco bullía por las calles con la alegría de los días de sol y de las noches cálidas a la luz de la luna bañada por miles de estrellas, disfrutando del hermoso paisaje que nos rodeaba, empezaba a escasear. Bosques frondosos rodeaban el pueblo, el sonido ambiental estaba poseído por las olas rompiendo contra un acantilado cercano. El paisaje salvaje tan solo era roto por apenas unos pocos caserones sacados de otro tiempo. Mientras observaba aquel espectáculo natural, olvidé
por un momento lo que me había llamado la atención momentos antes hasta que volví a escuchar ruido en el piso de abajo. La curiosidad volvió. El ruido no cesaba, cada vez era más fuerte pero, ¿quién estaría allí y porqué estaba haciendo tan notoria su presencia?
Siempre había permanecido inmóvil ante lo que me rodeaba, nunca había tomado partido en nada, jamás me había pronunciado sobre nada y creedme: ya estaba hasta el mismísimo gorro. Pero ya no estaba dispuesta a permanecer más en silencio, no pensaba ser más espectadora de sucesos cambiantes y no participar.
Embargada por mis nuevos y revolucionarios pensamientos, salí de mi habitación y comencé a correr escaleras abajo en dirección al despacho de mi padre, con tanta decisión que ni yo misma podía creerlo. Era una mezcla muy rara de valor y miedo a partes iguales, algo poco agradable y nada fiable.
—¿Qué haré cuando llegue? —pensé.
Si me encontraba con él, frente a sus gélidos ojos verdes, su voz grave, su gesto inamovible, ¿qué le iba a decir? Las probabilidades de que me quedara inmóvil, que el miedo me helara la sangre y la voluntad eran demasiado altas. Aunque, por el contrario, tal vez sacara el valor que al fin y al cabo muy en el fondo llevaba dentro, el valor que en otras circunstancias y con otros protagonistas, probablemente, no tendría ningún problema en mostrar, ¿por qué le tenía tanto miedo?
En aquel instante la ansiedad nublaba la mente y los sentidos. En mí concurrían una serie de sentimientos y emociones encontradas. El corazón palpitaba con tanta fuerza que sentí que me iba a desmayar de un momento a otro. Pero no, en ese momento pasó algo, algo que nunca, hasta entonces, me había pasado, algo increíble. Todo a mi alrededor parecía que transcurría a cámara lenta, mis sentidos se agudizaron, el tiempo prácticamente se había parado. Y allí estaba yo, paseándome en el lugar de las horas muertas, todo se había ralentizado. Miré por la ventana del pasillo y pude comprobar cómo un pájaro movía lentamente las alas, se sostenía suspendido en el aire sin apenas moverse. Seguí caminando hacia el despacho de mi padre observando la lentitud con la que todo se movía. En mi camino, me encontré con la señora de la limpieza pasando la vieja aspiradora. Me puse frente a ella, parecía no verme. El sonido de la aspiradora sonaba como el eco de su propio sonido rebotando en las paredes de una cueva, de forma continua y monótona. Pasé sin más frente a ella en dirección a mi objetivo.
Pronto llegué a mi destino. Lo hice en el momento apropiado, justo en el instante en el que mi padre salía del despacho, parecía una estatua de frío mármol. La puerta estaba totalmente abierta, me invitaba a entrar. Todo un mundo de incógnitas se agolpaban en mi mente y todas las posibles respuestas se encontraban tras esa puerta. Dudé brevemente si seguir o no adelante en mi propósito. A pesar de permanecer inmóvil no tenía la total certeza de que no sintiera mi presencia. Podría ser consciente de que estaba frente a él y cuando aquel estado situado fuera del tiempo acabase, ¿qué pasaría? Pronto despejé cualquier sombra de duda de mi cabeza, me prometí a mí misma no volver a tener miedo y buscar la verdad por encima de todo. Esquivé a mi padre. Tras él había una estancia muy amplia donde la luz inundaba cada rincón. Grandes ventanales aderezados por tupidas cortinas color granate, que permanecían plegadas, daban a la estancia la sensación de estar flotando en el cielo. Desde los ventanales, que daban a la parte delantera de la casa, se podía ver un hermoso paisaje lleno de vegetación. En el horizonte, una fina y luminosa línea azul. Era el mar besando al cielo en un puro acto de amor, esa imagen evocaba tranquilidad y bienestar. Me sentí tan bien, tan relajada que mi corazón desbocado encontró la paz que necesitaba y, sin poder controlar lo que en mí pasaba, el tiempo volvió a ser lo que era. La puerta se cerró tras de mí dejándome claro que todo había vuelto a la normalidad. Oí el sonido de la llave dar dos vueltas en la cerradura, mi padre me había dejado encerrada allí dentro.
—¿Cómo saldré de aquí? —pensé algo alterada. Pero unos segundos después me dije a mí misma, —busca a toda prisa algo que te ayude a contestar tus preguntas y luego ya veremos.
Miré a mi alrededor. A ambos lados de la habitación había dos estanterías que cubrían la pared entera con cientos de libros ordenados alfabéticamente. Justo al frente, y entre dos pilares de estilo jónico, una enorme chimenea con dos extrañas y pequeñas gárgolas situadas una a cada lado de la misma. No sabría decir de qué tipo de animal eran, no había visto nada parecido en mi vida, ni siquiera en las ilustraciones de las novelas de terror más tétricas. Sobre la chimenea un enorme cuadro tapado con un telar de terciopelo granate. Me acerqué al cuadro y, sin dudarlo ni un segundo, alargue la mano para quitar aquel pesado telar. Al caer al suelo ahí estaba ella, una mujer bellísima de ojos azules junto a un apuesto muchacho. Lo que más me llamó la atención fue su potente y, al mismo tiempo, cálida mirada, parecía una mujer segura de sí misma con una fuerza que traspasaba el cuadro más allá del espacio y del tiempo. El joven que la acompañaba la miraba con tanto amor, se notaba que estaba abrumado por la presencia de tan imponente mujer. Me acerqué a la inscripción que había bajo el cuadro y en él pude leer “Airam y Leafar”.
—Qué nombres tan poco comunes—, pensé.
Me quedé mirando a aquella mujer unos minutos. No me hizo falta mucho tiempo para pensar en lo que para mí era más que evidente: aquella mujer era mi madre, sin ninguna duda. Cualquiera podría decir que aquello era una mezcla de falta de cariño y una increíble necesidad de ver a mi madre, pero es que, o yo lo quería ver así, o ella y yo guardábamos un increíble parecido. Para mí ella era mi madre, mi madre. Las palabras resonaban en mi mente y en mi corazón de tal forma que la emoción recorrió cada milímetro de mi cuerpo dándome un profundo escalofrío. En ese momento lo supe, era ella, pero, ¿quién era el muchacho que la acompañaba? El lenguaje corporal me decía que ambos parecían estar muy enamorados, pero había una cosa en la que no dudé, ese muchacho no era mi padre. ¿Quién sería él y qué hacía junto a mi madre? No creo que mi padre tuviese con agrado un retrato de mi madre con alguien en actitud cariñosa que no fuese él.
Después de quedarme algunos minutos observando embelesada aquel cuadro y cada uno de sus detalles, volví a tener algo de sentido común y comencé a registrar el despacho en busca de respuestas antes de que mi padre volviese, asunto que en ese momento aún no sabía cómo iba a afrontar. 
Empecé a buscar en un enorme escritorio de estilo victoriano que estaba frente a uno de los grandes ventanales, que prácticamente rodeaban la habitación. Era de un bonito color caoba envejecido por el tiempo, tenía muchos compartimentos y cajones.
Los abrí uno a uno registrando su interior con mucho cuidado de dejar todo tal y como me lo había encontrado, mi padre era un loco maniático que era incapaz de ver nada fuera de su sitio. Tan solo encontré material de oficina, es decir, nada interesante. Cajón tras cajón los minutos pasaban y no había encontrado nada que arrojase luz sobre las sombras que envolvían mi vida. Empezaba a estar muy enfadada, no había nada sospechoso en la estantería de libros, ni tras los cuadros… ¿Eso era todo?, entonces, ¿por qué tanto secreto?, ¿por qué cerrar aquella habitación con llave si no había nada importante que llevarse? Estaba indignada, tenía ganas de gritar. Cegada por la rabia le di una patada al “puñetero” escritorio.
—¡Ahhhh! —chillé.
Sentí tanto dolor que parecía que le hubiese dado a un bloque de mármol. Mientras cojeaba dando saltitos de un lado para otro, quejándome por el intenso dolor y pensando en lo estúpida que había sido, oí un ruido que venía del interior del escritorio, era como si tras la patada algo se hubiese abierto bajo aquel armatoste. Me arrodillé y metí la cabeza bajo el escritorio. Un compartimento secreto se había abierto, lo terminé de abrir y vi que en su interior había un libro muy antiguo, que parecía estar hecho de algún tipo de piel, no sabría decir de qué animal, y junto al libro una llave de latón con restos de haber sido de un tono dorado. Los cogí con mucho cuidado y los puse sobre el escritorio. Estaba nerviosa y emocionada a partes iguales. El libro parecía tener cientos de años, la cubierta estaba forrada en piel color marrón oscuro, con bordes dorados y tenía dos letras mayúsculas grabadas en la cubierta, AO, rodeadas por un círculo de flores extrañas, flores que no reconocía entre las más comunes. Era una maravilla, fascinaba incluso sin haberlo abierto aún. Antes de decidirme a abrir el libro miré la llave de latón con restos de un viejo baño dorado. Por lo que yo sabía, ninguna de las cerraduras de la casa eran para llaves de ese tipo.
La casa era antigua, pero las puertas, como muchos elementos de la casa, fueron repuestas en diversas reformas. ¿De dónde sería? Una vez observé la llave repasé mentalmente posibles cerraduras que podría abrir, después de no llegar a ninguna conclusión, la metí en el bolsillo del pantalón volviendo a fijar mi atención en el libro. Extendí la mano para abrirlo. Estaba tan nerviosa. En él seguramente encontraría lo que andaba buscando: saber por fin quién era mi padre, quién era mi madre y en definitiva quién era yo misma…, pero no pudo ser, por lo menos en aquel momento, pues la puerta del despacho estaba a punto de ser abierta.


—¡¿Y ahora cómo salgo de esta?! —pensé muy sobresaltada—. Si pudiera volver a detener el tiempo —me dije a mí misma.
Cogí el libro, cerré el compartimento bajo el escritorio y rápidamente me escondí tras las tupidas y opacas cortinas de terciopelo granate que colgaban a los extremos de los enormes ventanales. Una decisión precipitada y tal vez demasiado estúpida, no había dónde esconderse y fue lo primero en lo que pensé, estaba segura de que me pillaría nada más entrar.
Nuevamente el corazón galopaba alocadamente, la puerta se estaba abriendo.
—¡Me va a pillar, me va a matar! —grité en mi mente.
No podía respirar, la tensión, la presión era demasiada, cerré los ojos con fuerza, la respiración entrecortada, el corazón latía a toda prisa, pum, pum, pum, pum. Apreté el libro contra mi pecho y pensé, —ojalá nunca me hubiese movido de mi habitación…, ojalá estuviese a salvo…—. A continuación..., el silencio. Dejé de oír cómo se abría la puerta. 
—¿Se habrá marchado? —me dije a mí misma con los ojos aún cerrados y con el libro aferrado a mi pecho.
Pasaron unos segundos. El silencio era abrumador. Cuando por fin me atreví a abrir los ojos no podía creerlo.
Pero…, ¿cómo...? De pie, en medio de mi habitación con el libro aferrado a mi pecho y la llave metida en el bolsillo de mi pantalón, me encontraba con la mirada perdida y sin saber qué hacer. Me senté en la cama, incrédula y algo mareada por el viajecito. Mis poderes iban más allá de lo que imaginaba, crecían a pasos agigantados. Me vi desbordada. Necesitaba que alguien me ayudase a controlar y comprender lo que me estaba pasando…, y la pregunta no se hizo esperar... ¿Hasta dónde podría llegar? A pesar del poderoso don que tenía entre mis manos me sentía frágil y sola.
Ya no aguantaba más, la situación se me escapaba de las manos. Se lo tenía que contar a mi tata, ella era la única que podía ayudarme.
Cuando me recuperé del shock, separé el libro de mi pecho, lo puse sobre la cama.
—¿A qué estás esperando, ábrelo?—. Aquellas palabras flotaron en mi mente y sin más lo abrí.
La primera página era preciosa, estaba enmarcada por un marco del mismo tipo de flores que había en la portada. Estas flores serpenteaban entre una especie de enredadera que emulaba el movimiento hipnotizador de una cobra bailando al son de la música de un encantador de serpientes. En el centro, escritas a mano, con una excelente caligrafía, en un idioma que no conocía, pero que en el fondo me resultaban familiares, palabras que eran tan contundentes como mágicas: “ZUL AL ED SAZREUF SAL”
¿Qué dirían aquellas palabras?
Fui avanzando página tras página y todas ellas estaban repletas de palabras que no entendía, de dibujos, de seres imposibles y de extraños sortilegios, pócimas y rituales mágicos. Sin duda alguna era un libro de magia.
Mi padre era como yo. Supongo que era de esperar, las cosas no surgen de la nada así como así. Mi padre, y supuse que una larga estirpe de seres poderosos, eran mis antecesores.
Rápidamente la idea de que precisamente él contara con poderes, al igual que yo, más que alegría me daba miedo, escalofríos. ¿Cómo podría enfrentarme a un ser con el alma negra y que contaba con, seguramente, más poderes que yo y con más control de ellos? Si hasta ese momento le tenía pánico, en adelante sería una auténtica fobia. Un profundo suspiro salió de mis labios, tenía que devolver lo más inmediatamente posible el
libro y la llave. Pero no estaba segura de que pudiera volver a conseguirlo. Teniendo en cuenta que el hecho de conseguirlo había sido más por suerte que por el control que tenía de la situación, no las tenía todas conmigo.
Sentí la necesidad de salir corriendo y no mirar atrás.Volví a respirar hondo. Tenía que buscar a mi tata, ella me ayudaría.
Escondí el libro y la llave bajo las mantas que había en un viejo baúl situado a los pies de mi cama. Salí de la habitación cerrando la puerta tras de mí y me dirigí al jardín, allí seguramente la encontraría, era una fanática de las rosas, le encantaba mimarlas. Ella misma las había plantado en el jardín que había tras la casa, era extraordinario, era capaz de hacer florecer hasta el rosal en peor estado.
Corrí escaleras abajo, pasé por varias estancias hasta llegar a la cocina, una vez allí salí al jardín directamente. Tal y como esperaba, mi tata permanecía ocupada practicando su quehacer favorito. Me acerqué con la ansiedad de sentirme segura. Puse mi mano sobre su hombro, se dio la vuelta, la miré a los ojos, no salía palabra alguna de mis labios, era demasiado para mí.
Tenía la cara y las manos manchadas de tierra. Mi tata era una señora bajita y algo rellenita, de pelo cano y sonrisa amplia. Tenía los ojos azules y su piel era fina y blanca como la más delicada porcelana china. Sus manos, siempre suaves, eran capaces de todo, era bastante mañosa. Me miró dulcemente y me dijo:
—¿Tienes algo que contarme, hija? —me dijo al verme
tan preocupada.
—Sí.
Al fin podría decírselo todo, no había nadie mejor en el mundo a quien confiarle mi gran secreto. Me sentía tan aliviada por poder liberarme de aquel peso que llevaba tanto tiempo asfixiándome. La tenía frente a mí, dispuesta a escucharme y no podía pronunciar palabra alguna.
—Bueno, cariño, empieza, no será para tanto.
—He entrado en el despacho de mi padre —dije después de tragar saliva. Pensé en no dar rodeos, cuanto antes mejor.
—¡¡¡¡¡¿Qué?!!!!! —contestó sobresaltada.
—No te enfades, tenía que hacerlo, es que…
—¡Es que nada!, ¿te has vuelto loca?, ¿cómo es posible que no me haya dado cuenta? Jamás hubiera pensado que te atreverías a semejante temeridad.
—Tata, tranquila. No me ha visto nadie.
—Como tu padre se entere no puedes ni llegar a imaginar qué puede llegar a hacer.
—No lo sabe, pero puede que no tarde en darse cuenta.
—¡¿Se puede saber qué has hecho?!
—He cogido unas cosillas.
—No me lo puedo creer. ¿Qué has cogido?
—Un libro y una llave que había en un compartimento secreto situado en la parte inferior del escritorio de su despacho.
—¡Sé más específica por favor!
—Un libro muy antiguo con palabras que no entiendo y una llave de latón con restos dorados.
—Te juro que a mí me va a dar algo —afirmó mientras se sentaba en una enorme roca que había junto a los rosales—. ¿Tú sabes lo que has hecho? No puedes ni llegar a imaginar lo que puede ocurrir si tu padre se entera de que tienes ese libro.
—Pues, evidentemente, no. No tengo ni idea de lo que está pasando, si estuviera mejor informada, lo más probable, es que no hubiera ido a curiosear.
—¿Encima te pones chula?— la paciencia se le agotaba por momentos.
—No, pero no sé a qué viene la gravedad del asunto. ¿Qué son exactamente ese libro y la llave? Si no me lo explicas no lo entiendo. Para mí, teniendo en cuenta lo que sé, como mucho me pueden echar la bronca por registrar el despacho y coger algo que no es mío. Pero por lo que tú dices es como si hubiese algo más importante que desconozco —le dije para obligarla a hablar de lo que ambas estábamos pensando.
—Hay que devolver lo que has cogido.
—Esto quiere decir que no me vas a explicar nada, ¿verdad?
—Aún no.
—No estoy de acuerdo con lo que estás haciendo, pero tendré que hacer lo que me digas, no me queda más remedio. ¿Y cómo lo hacemos?— mis palabras sonaban a un auténtico chantaje emocional, el problema es que mi tata no se dejaba engañar fácilmente.
—¿Cómo que no sabes cómo hacerlo?, pues de la misma manera que lo conseguiste. Por cierto, ¿cómo lo has conseguido? —me preguntó con un demoledor tono de ironía.
—Si yo te contara...
—Lucía, deja de marearme y ve al grano, no está el horno para bollos.
—No te lo vas a creer.
—Te sorprenderías de lo que puedo llegar a creer.
—¿Cómo?— ambas estábamos rondando el mismo tema y ninguna daba el primer paso.
—¿Me lo vas a contar hoy o mañana? Venga hija mía, cuando termines de decírmelo no tendremos tiempo ni de reaccionar, tu padre nos cazará antes.
—Bueno, allá voy…, tengo poderes. ¡Uf!, que mal suena esto, suena a que estoy loca.
—Tienes poderes.
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—¿Desde cuándo?— decididamente no era la pregunta que esperaba oír.
—No puedo sorprenderme por algo que en ti es y será tan natural como respirar. Algo que te pertenece desde antes de nacer. Eres la heredera de un poder inimaginable. Por lo pronto tan solo puedo decir que en unos días todo cambiará. El día anterior a tu cumpleaños lo sabrás todo, hasta entonces tenemos que pasar desapercibidas. No debemos hacernos notar y sobretodo hay que volver a poner el libro y la llave en su sitio, no queremos que nada se estropee.
—Te juro que no entiendo nada, no solo no te sorprendes de lo que estoy hablando, más bien todo lo contrario. Parece ser que sabes más de lo que pensaba y no puedes ni llegar a imaginar cuánto me alegro porque yo tengo tantas preguntas que hacerte...
—No te aceleres, Lucía, todo llegará a su tiempo, la paciencia es una virtud.
—Es que…
—Paciencia, hija. Siempre estaré a tu lado y te prometo que responderé a todas tus preguntas en cuanto me sea posible. Pero ahora centrémonos. ¿Cómo conseguiste el libro y la llave?
—Bueno, a ver por donde empiezo… Estaba en mi habitación, escuché un ruido en el despacho de mi padre y fui a ver qué pasaba y a buscar las repuestas a las cientos de preguntas que me rondan la cabeza y no me dejan vivir. Por el camino estaba tan nerviosa que no sé cómo pero ralenticé el tiempo y tuve la suerte de que mi padre estuviera saliendo del despacho en ese mismo momento. Al quedarse prácticamente paralizado y con la puerta totalmente abierta, me colé dentro. Tras registrar la habitación me encontré el libro y la llave en un compartimento secreto que hay en el escritorio que se abrió casualmente al darle una patada al escritorio.
—¿Por qué le diste una patada al escritorio?
—Porque había estado buscando por toda la habitación sin encontrar absolutamente nada y me enfadé tanto por haber provocado esa situación para no obtener ningún resultado que la ira contenida la descargué dándole una patada al escritorio. Fue tremendamente doloroso.
—Tus poderes van creciendo poco a poco, ¿verdad? Por cierto, ¿cómo saliste de allí?
—Alguien estaba a punto de entrar, supongo que mi padre o el ama de llaves, ya que nadie más tiene las llaves del despacho. Deseé estar en mi habitación y sin más ocurrió.
—Entiendo. Aún es demasiado pronto, todavía no controlas los poderes, simplemente actúas por impulsos. No te preocupes, no tardarás en hacerte con ellos.
—Entonces, ¿cómo lo haremos? No nos podemos fiar de mis poderes. Seguramente no actúen cuando nos hagan falta realmente.
—Déjame pensar. Es cierto que no podemos utilizar tus poderes por el momento, puede salirnos el tiro por la culata. Se me ocurre que podríamos hacernos con las llaves del despacho y entrar cuando nadie nos vea.
—Pero, los únicos que tienen esas llaves son mi padre y el ama de llaves y no creo que quitárselas a mi padre sea tarea fácil.
—Nuestro objetivo es engañar al ama de llaves. Será mejor esta opción que fiarnos de tus inestables poderes.
—Pues no sé qué es más difícil controlar mis poderes o quitarle las llaves al Can Cerbero.
—Nunca mejor dicho…
—¿¿Qué??
—No, nada, no me hagas caso.
—Por cierto, ¿cómo lo vamos a hacer? Yo jamás he visto a esa mujer sin sus amadas llaves. Yo creo que son una extensión de su propio cuerpo —dije con cierta ironía.
—Solo hay un momento en el día en el que no las lleva encima...
—¿Cuando está durmiendo?
—No, creo que hasta durmiendo las tiene cerca.
—¿Entonces cuándo?
—Cuando se ducha. Todas las mañanas a las 7:00 en punto como un reloj procede a su aseo diario. Lo sé porque, como ya sabes, mi habitación y la suya están contiguas la una a la otra y en las habitaciones del servicio las paredes y el papel se llevan poco. Con decirte que la oigo roncar como un perro todas la noches…
—Sigo sin saber cómo lo haremos. Con lo bruja que es seguro que se las mete en el baño con ella.
—No te preocupes, no va a hacer falta que nos metamos en la ducha con ella. No creo que sea nada agradable. Vamos, piensa un poco. ¿Quién va al despacho de tu padre a las 7:00 en punto de la mañana?
—No lo sé, yo a esas horas aún estoy durmiendo.
—¡Hija, parece que no vives aquí!, bueno da igual. Es la señora de la limpieza.
—¿Tiene copia de las llaves?
—No, son las del ama de llaves. Presta atención. Ella, justo antes de su aseo diario, exactamente a las 6:55, deja las llaves en la taquilla de la señora de la limpieza. Esta no es tan meticulosa como el ama de llaves y no las coge enseguida, prepara sus utensilios de limpieza, coge las llaves y va al despacho, que es lo primero que limpia cada día. El ama de llaves se asea más bien rápido, yo creo que porque echa de menos su tesoro, y antes de que la señora de la limpieza termine de limpiar el despacho ella ya está allí para supervisarlo todo y recuperar lo que es suyo. Nosotras entraremos en acción en el mismo momento en el que las llaves estén en la taquilla de la señora de la limpieza. Mientras yo entretengo a la señora de la limpieza tú las cogerás. Una vez las tengas en tu poder, entrarás en el despacho, dejarás el libro y la llave en su sitio volviendo a la
taquilla para dejar las llaves nuevamente antes de que nadie se dé cuenta. ¿Qué te parece?
—Arriesgado, muy arriesgado. Tengo serias dudas de que tu plan salga bien, yo creo que deberíamos pensar otra cosa.
—¿Quién ha dicho que la vida fuera fácil? Además, no nos quedan más opciones.
—Por cierto, ¿cómo vas a entretener a la señora de la limpieza? No será tan meticulosa como el ama de llaves, pero yo creo que tienen la misma mala leche.
—Haremos lo siguiente: le diré que estás enferma y que has vomitado en la alfombra persa favorita de tu padre que hay en el salón principal. Para ello fabricaremos un vómito falso que echaremos en la alfombra. No tendrá más remedio que acudir allí antes que al despacho y, una vez ambas estemos en el salón principal, tú coges la llaves, y el resto ya lo sabes.
Estuvimos hablando toda la tarde, organizando aquel descabellado plan pasaron las horas. Me fui a dormir con la sensación de que algo saldría mal.

domingo, 10 de febrero de 2013

AICUL Y EL REINO DE LA LUZ. CAPITULO 1.


AICUL Y EL REINO DE LA LUZ

Capítulo 1
Toda historia tiene un comienzo

A veces miro embelesada cómo la luz de la luna baña con un extraño resplandor lo que tras la noche se esconde. Es tan mágico, tan especial: las estrellas tintinean como al son de una vieja melodía y esa sensación de somnolencia endulza mi ser. Todo se vuelve más lento, la respiración, el palpitar del corazón. Todo se aprecia mejor, los pensamientos, los recuerdos fluyen como emanaciones de un fresco manantial subterráneo, se agudizan los sentidos…
Desde que tengo uso de razón me he sentido diferente, especial. La rareza que los demás ven en mí, es el potencial de algo inexplicable. Desde que alcanzo a recordar he sentido una fuerza en mi interior, un instinto, una forma muy particular de ver el mundo. O mejor dicho, la llave para apreciar en primera persona el espectáculo de la realidad más absoluta, ver donde todo parece inerte, oír donde solo hay silencio, ser parte de un todo y fundirme con la nada.
Me llamo Lucía y esta es mi historia.
Nací una fría y lluviosa mañana de invierno, o al menos eso me contaron. No me dieron muchas más explicaciones sobre ese día, tan solo que nací tras 29 largas horas de parto, que mi madre no resistió la dura batalla y tuvo que marcharse antes de tiempo. Poco o más bien nada me hablaron sobre ella. Únicamente que se llamaba María, que tenía los ojos azules, que era muy querida por todos y que se fue a la temprana edad de 25 años.
Ni siquiera tenía una imagen de ella. Mi tata decía que una noche, roto por el dolor, mi padre quemó todo lo que encontró de mi madre. No quería ver nada que pudiese recordarle que ya no estaba. Quemó sus fotografías, sus vestidos, sus dibujos y escritos, por eso nada parecía evidenciar que habría existido alguna vez. Durante mucho tiempo creí que, de haber podido aquella noche, yo también hubiese ido a la hoguera, pues yo era una parte importante de ella y el principal motivo por el que ya no estaba. Desde muy pequeña estaba convencida de que mi madre no estaba por mi culpa y por eso mi padre no me quería. Es duro decirlo, pero aún más es sentirlo, para mí ese hombre era un extraño. Nunca existió el más remoto sentimiento de cariño ni por su parte ni por la mía. No sabía quién era, no sabía lo que pensaba o lo que sentía, nunca había recibido un beso o un abrazo suyo, jamás le vi sonreír. La única información que había llegado a mí es que era un importante empresario que cada día salía muy temprano de casa para ir al trabajo volviendo ya anochecido. Después de todo un día de ausencia se encerraba en su despacho unas dos horas, más o menos, iba al comedor a cenar solo y después se marchaba a dormir para nuevamente empezar al día siguiente, excepto los fines de semana que se marchaba, a dios sabe dónde, saliendo el sábado por la mañana y llegando el domingo por la noche.
A pesar de lo deprimente que parece todo, había cosas que de vez en cuando me hacían sonreír. Como por ejemplo mi tata Antonia. Ella se había encargado de mí desde el mismo día en que nací. Para mi padre ella era tan solo una empleada más. Para mí ha sido, es y será siempre mi madre, mi padre, mi familia y lo mejor de todo, mi amiga.
Su amor incondicional me compensaba y me hacía feliz, pero siempre sospeché que incluso ella me ocultaba algo. Era más que nada una intuición, supongo que para protegerme. No acababa de creerme que no supiese nada de mi madre. Según ella, entró a trabajar para mi padre al día siguiente del fatídico día de mi nacimiento. Tantas preguntas rondaban mi mente, tantas preguntas sin contestar. Por más que lo intentaba, cada vez que sacaba el tema de mi madre, mi padre o lo que escondía tras esa fría fachada, ella me daba largas. Entonces me cuestionaba de qué quería protegerme, ¿de qué? Para mí hubiese sido mejor tener las cosas claras desde un principio, a veces la ignorancia no da la felicidad.
Había algo oculto en mí que no entendía, algo más que no alcanzaba a comprender y que nada ni nadie me ayudaba a aclarar. Era mi gran secreto, ni siquiera a mi tata se lo había dicho. De hecho, cada vez que me armaba de valor y estaba totalmente decidida a desvelarlo todo, me era imposible, siempre ocurría cualquier cosa que cortaba la conversación, no había manera.
La primera vez que supe que algo fuera de lo normal ocurría fue a los cinco años. Jamás podré olvidar lo que pasó aquella noche. La imagen de ese recuerdo se quedó grabada en mi mente a fuego. Estaba en mi habitación, durmiendo plácida-mente en mi cama de estilo victoriano, cuando de repente el enorme reloj del salón, un viejo reloj que databa del siglo XVIII, que por lo visto había pasado de generación en generación en la familia de mi padre, comenzó a dar las once de la noche con un sonido profundo, estridente, un sonido que llegaba hasta el último rincón de aquel enorme y viejo caserón que iba a juego perfectamente con la cama y todo el mobiliario de la casa. Aquel sonido me despertó de un profundo sueño. Abrí los ojos sobre-saltada, me incorporé. La habitación estaba parcialmente iluminada por la luz de la luna. Desde el enorme ventanal, que daba al jardín de la parte posterior de la casa, la luna se veía en todo su esplendor. Mi habitación era como el rincón favorito de un coleccionista de antigüedades, no había ni un solo juguete a la vista, nada hacía indicar o aparentar que yo existiese. En toda la casa no había absoluta-mente nada que dijese que una niña viviera allí. No tenía juguetes, pero mi tata Antonia siempre me hacía el mejor de los regalos, su compañía y día a día vivir maravillosas y fantásticas aventuras gracias a mi imaginación y al increíble mundo de los cuentos que ella tan bien sabía hacerme llegar.
Al principio nada parecía diferente, tan solo el ruido del reloj me había despertado. Volví a cerrar los ojos y a tumbarme en la cama, tenía mucho sueño. El reloj seguía sonando de fondo. Justo antes de que finalizase la última de las once campanadas sentí de nuevo la necesidad de abrir los ojos. Un ruido, un movimiento cerca de mí. No estaba sola. Me incorporé apresuradamente, asustada, con la respiración entrecortada. Miré de un lado a otro, no veía nada, pero la sensación de que en la habitación, conmigo, había alguien, no desaparecía. Fuese lo que fuese, me observaba. No conseguí verle en ningún momento, pero ahí estaba. Esa
noche no pude volver a dormirme. Bajo las sábanas permanecía inmóvil, agarrotada, muerta de miedo. Allí había alguien, lo sé, lo sentí respirar, se movía a mi alrededor.


Al principio fue tan traumático, no comprendía lo que me estaba pasando. Aquella fue la primera de muchas noches sin dormir, pero poco a poco fui perdiendo el miedo por aquel nuevo mundo que se abría ante mis sentidos, lo fui dominando y lo que por un lado me hacía más fuerte por otro me debilitaba. En mi vida diaria yo crecí siendo una niña introvertida, tímida, poco sociable, me sentía fuera de lugar, como pez fuera del agua. Hasta tal punto llegaron las cosas que un día mi profesor de lenguaje en quinto curso, Don Jesús Acrol, decidió llamar a mi padre para informarle que veía oportuno realizarme una serie de pruebas para comprobar cuál era mi coeficiente intelectual y hacerme un estudio psicológico, puesto que apenas hablaba, me expresaba con dificultad, no me relacionaba con casi nadie y suspendía absolutamente todos los exámenes. Llegaron a pensar que tenía algún tipo de discapacidad o retraso. Mi padre accedió a que me sometieran a todas aquellas pruebas, lo cual no me sorprendió pues él no me conocía en absoluto y no sabía hasta qué punto aquello me dañaba. A mí no me pasaba nada. Simplemente aquel no era mi sitio. Yo entendía perfectamente todo. Si hubiera querido habría sacado sobresalientes, supongo que debería haberlo hecho, así habría pasado más desapercibida. La realidad era que allí no podía desarrollar todo mi potencial. Sentía que perdía el tiempo, mis habilidades no tenían que ver con la aritmética, la literatura o las ciencias, mis habilidades eran muy diferentes. Resumiendo, me aburría soberanamente. Yo era pura energía, podía controlar lo que se movía en las sombras, aquello que ni siquiera la gente se atreve a imaginar por temor a ver más allá de sus propias narices, porque aterra pensar que hay algo más fuera de nuestra monótona realidad. La seguridad de lo cotidiano impide ver la auténtica verdad: que no alcanzamos a ver ni la mitad de lo que existe.
Muy pronto me di cuenta que contaba con una valiosa habilidad, una de las tantas con las que contaría a lo largo de mi vida. Poseía el poder de controlar con mi mente la voluntad de aquellos que me rodeaban. Con solo pensarlo podía modificar el comportamiento de algunas personas. Y digo de algunas personas, porque inexplicablemente para mí había con quien no podía, por mucho que lo intentase. Entre ellos estaba mi padre. Pero que conste que era buena y solo lo hacía en contadas ocasiones y únicamente con los que se portaban muy mal conmigo o simplemente eran malas personas. Como decía el tío de Peter Parker, “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”, y aunque era joven tenía moral y buen juicio.
Recuerdo una ocasión, en sexto curso, que tuve que darle un escarmiento a una chica que nos tenía a mí y a la mayoría de la clase bastante hartitos, como se suele decir “nos traía por la calle de la amargura”. Durante todos los penosos años que tuvimos el “placer” de conocerla padecimos innumerables faltas de respeto y desplantes varios. Era la típica chulita que se adoraba a sí misma y miraba a los demás por encima del hombro. Se llamaba Roberta. “Rubí”, para los amigos. Tenía la fea costumbre, entre otras, que no me voy a parar a mencionar, de preparar unos desagradables regalitos de cumpleaños a los que no eran amigos suyos. Daba igual que no fueses a clase el día de tu cumpleaños por miedo a lo que te esperaba. La muchacha tenía la santa paciencia de esperar hasta que la víctima volviese al colegio para ofrecerle con todo su amor un elaborado presente o incluso elegir el día que a ella mejor le convenía. Cuando se aproximaba el cumpleaños de alguno de la clase todos temblábamos. Nunca sabíamos cuándo iba a actuar, tan solo los elegidos padecían su cruel pasatiempo. Era imaginativa, creativa y endiabladamente detallista. Aquel pasatiempo le hacía tan feliz que no se ocupaba de otra cosa con tanto afán, además se jactaba de engañarnos año tras año. Y por si eso fuera poco contaba con la suerte de su lado, pues ningún adulto se percató nunca de donde procedían aquellas pesadas bromas. Nadie tuvo jamás el valor de delatarla, estábamos demasiado atemorizados ante posibles represalias. Para hacerse una idea de la maquiavélica mente que poseía voy a enumerar sus tres mayores obras de arte repartidas entre sus compañeros, incluida yo misma:
Preparó una tarta de chocolate y en su interior puso una capa de caca de perro. La puso encima de la mesa del maestro antes de empezar la clase sin que nadie la viese. La tarta tenía una pinta muy apetitosa y además venía con una tarjeta que decía: “Feliz cumpleaños Luisa, de parte de mamá y papá. Disfruta de la tarta
con tus compañeros de clase”. La pobre Luisa se emocionó por la sorpresa, nadie pensó que aquello era una trampa. Sin dar más rodeos, acabamos todos en urgencias y la mayoría vomitando. Fue un milagro que no pilláramos una rara enfermedad. Por supuesto “Rubí” y sus amigas tuvieron que hacer el teatro de fingir que la habían probado y que se encontraban fatal para no ser descubiertas.
En mi colegio después de gimnasia teníamos que darnos una ducha antes de seguir con el resto de las clases. Era una cuestión de higiene y bienestar nasal. El día que Carlos cumplió 10 años, el pobre tuvo que pasar, gracias a Rubí, el momento más bochornoso de su vida. La inocente criatura robó toda su ropa, la sudada y la no sudada, que el conserje halló tres días después en uno de los contenedores del colegio. En su lugar, dentro de su taquilla del vestuario de los chicos, había un vestido rosa, de volantes y flores, con braguitas a juego. La cuestión era: o ponerse el vestido más ridículo del mundo o ir en pelota picada. No hace falta dar más explicaciones para saber lo que pasó aquel día, ¿verdad?
Y por fin llegó el día en el que yo fui la protagonista. En mi decimoprimer cumpleaños me tocó a mí. No sé cómo lo haría, porque no me di cuenta en ningún momento que nadie hurgarse en mi cartera, pero cuando en el recreo saqué el bocadillo para comérmelo, al abrir el papel de aluminio del susto este se me cayó al suelo. Roberta había llenado mi bocadillo de chorizo con queso de hermosos y lustrosos gusanos de seda. Cuando vi aquello no tuve más remedio que salir corriendo en dirección al baño a vomitar hasta la primera papilla. Cuando terminé de vomitar me dispuse a lavarme la cara en el lavabo. Al levantar la cabeza y con la cara aún mojada la vi a través del cristal del baño tras de mí.
—Feliz cumpleaños, Lucía, ya era hora de que te tocase a ti. Perdona por haberte tenido tan descuidada. Eres tan especial para mí como el resto de los compañeros de clase.
En silencio, mi mirada reflejada en el cristal lo decía todo.
—Alegra esa cara preciosa, es tu cumpleaños, deberías estar más contenta —dijo sonriendo. Su sonrisa rezumaba satisfacción e ironía.
No me atreví a pronunciar palabra alguna. Por aquel entonces yo era como una tímida tortuga que se escondía en su caparazón en cuanto las cosas le incomodaban mínimamente.
—¿No me vas a agradecer todo el esfuerzo que he hecho por ti? Por fin te ha tocado, seguro que estabas muy triste pensando que casi todos habían recibido ya su regalo menos tú. A ti también te quiero—. Seguíamos con ironías.
Me sequé la cara con la manga de la camisa. Me di la vuelta. Sin hablar le dije que la odiaba y que se iba a arrepentir por habernos hecho tanto daño. Sin más demora me marché dejándola sola en el baño. Tenía las ideas muy claras. Roberta recibiría su merecido.
Me fui de nuevo a la clase. Mi bocadillo de chorizo, queso y gusanos seguía en el suelo. Mis compañeros, arremolinados alrededor del asqueroso desayuno, emitían comentarios como “¡qué asco!”, “¡pobre Lucía, este año le ha tocado a ella!”, “Roberta se ha pasado…”, etcétera. En ese momento llegó Jorge. Ese día llegó tarde porque tenía que ir al médico.
—¿Qué ha pasado aquí? —dijo sorprendido por tanta algarabía.
—Roberta me ha hecho un regalo por mi cumpleaños. Míralo, está ahí en el suelo. Si apartas a la muchedumbre podrás verlo.
Jorge miró y con cara de asco me dijo:
—¿Dónde está?
—¿Quién?
—Roberta.
—Hace un rato estaba en el baño. ¿Por qué?
—Porque ya estoy harto de esa chica. Ya es hora de que alguien le dé un escarmiento —dijo muy enfadado. Mi querido Jorge siempre protegiéndome.
—Tranquilo, no te aceleres —le dije cogiéndolo del brazo—. Tengo la sensación de que pronto cambiará su suerte. Confía en mí.
—¿Vas a hacerle algo?
—Más o menos.
—Hagas lo que hagas ten cuidado de que no te pillen. Por cierto, cuenta conmigo para darle su merecido. A esta lo que le hace falta es que le den un buen susto. A ver si aprende…
—Gracias —le contesté.
—Míralos que monos, cuánto amor se respira en el ambiente —interrumpió Roberta que acababa de entrar en la clase—. Lucía, ¿todavía no te has comido el bocadillo?, ¿no sabías que es de mala educación tirar la comida? Con la gente que hay pasando hambre en el mundo y tú tirando la comida, ¡qué vergüenza!
—¡Ya vale, Roberta! —gritó Jorge dirigiéndose a ella.
Tuve que cogerle del brazo nuevamente para que no hiciese ninguna tontería.
—Por favor, Rubí—. A Roberta le molestaba que le llamasen por su verdadero nombre—. Llámame Rubí, la gente con estilo como yo, tiene que tener un nombre con encanto.
—¿No te das cuenta que llamarte Rubí es ridículo?, es incluso más feo que Roberta. Ten un poquito de dignidad—.Jorge y Roberta cada vez subían más el tono.
—Enhorabuena, tú serás mi próxima víctima. No me mires así, en el fondo eres afortunado, a nadie le he avisado con tanta antelación. La fecha y lo que haré contigo será sorpresa, lo prometo.
—Te vas a enterar—. Jorge se abalanzó contra ella. De no ser porque en ese mismo instante entró el profesor de matemáticas por la puerta le hubiera soltado una buena tunda.
—¡¿Qué pasa aquí?! —preguntó molesto el profesor—. ¡Todo el mundo a su sitio, ya! Sacad el libro y realizad los ejercicios de la página cuarenta y dos. Hoy no tengo ganas de aguantar vuestras payasadas. ¡A trabajar, vagos, que sois unos vagos! La juventud cada vez está más podrida. Qué lástima que se aboliesen los métodos de antaño, sino, otro gallo cantaría.
Nos sentamos todos. Roberta sonreía satisfecha. Una vez más se había librado de las consecuencias de sus acciones. Pero pronto cambiaría su suerte.
Estábamos todos callados, trabajando en lo que el profesor nos había mandado. En el momento que lo consideré oportuno me dije a mí misma que había llegado la hora de actuar. Miré a Roberta, me concentré en ella y en lo que quería que hiciese por mí.
—¡Aaaahhhhhhhhh! —Roberta empezó a gritar.
—¡¿Qué pasa?, ¿por qué gritas Roberta?! —le preguntó el profesor que tuvo que dejar de escribir en la pizarra del susto.
—Nada. Lo siento, no sé por qué he gritado—. Roberta estaba conmocionada.
—Vale ya de tonterías, terminad de hacer la tarea. Cuando acabéis, copiad de la pizarra los problemas que debéis traer hechos para mañana.
Cuando todo parecía estar en calma Roberta volvió a gritar.
—Te estás jugando un buen castigo, Roberta —dijo el profesor muy enfadado.
—Lo siento profesor, lo hago sin querer. No entiendo qué me pasa.
—Si se cree que se va a reír de mí lo lleva claro, señorita.
—Que no, de verdad, no me estoy riendo de usted, me estoy asustando, le estoy diciendo la verdad—. A la pobre solo le faltaba llorar, en el fondo me daba lástima. Estaba probando un poquito de su propia medicina.
—Como lo vuelva a hacer va directa al despacho del director. No pienso darle más avisos.
—No lo haré más señor.
—Eso espero—. El profesor se volvió para seguir escribiendo en la pizarra.
No pasaron ni cinco minutos cuando Roberta volvió a gritar. Todos mis compañeros, incluida yo, intentábamos no reírnos descontroladamente ante aquel fenómeno paranormal.
—¡Aaaaaaaaaahhhhh! —los decibelios iban en aumento.
—Se acabó, ¡al despacho del director, inmediatamente!, ¡y no quiero volver a verte en lo que queda de día!
Roberta se levantó entre estupefacta y asustada. Confusa se dirigió hacia la puerta.
—Vuelve pronto…, te echaremos de menos —le dije sonriendo cuando pasó junto a mi mesa. Sé que está mal alegrarse por el mal ajeno, pero Roberta se lo merecía.
—¡Has sido tú, bruja, me has embrujado! —dijo mirándome y señalándome con el dedo. En el fondo no era tonta, sabía que yo había tenido algo que ver en su repentina locura incontrolable.
—¿Pero qué dices? —le pregunté simulando sorpresa e indignación.
—Profesor, ha sido ella. Me ha embrujado y me ha hecho gritar—. Intentaba salvarse con uñas y dientes.
—Roberta, de verdad que me está preocupando. Estoy empezando a pensar que no está bien de la cabeza…, venga conmigo, vamos a llamar a sus padres—. El profesor la cogió del brazo para sacarla de la clase.
—¡No!, le estoy diciendo que Lucía me ha hecho algo—. Roberta estaba muy nerviosa, le temblaba la voz. Nunca se había sentido tan vulnerable. Por primera vez en su vida se sintió como aquellos a los que hizo sufrir. Le di un escarmiento aquel día, pero en el fondo no sirvió para nada, en realidad siguió siendo una mala persona el resto de su vida.
—Pero, ¿que tonterías está diciendo? Lucía está a más de dos metros de usted y ni siquiera la he visto moverse. ¡Venga vamos, no se resista, será peor!
El profesor, que seguía teniéndola cogida del brazo, prácticamente la arrastró para poder sacarla de la clase. Roberta se negaba a salir, todo su afán era gritar que era inocente y que la bruja de Lucía le había hechizado.
—Y ahora la guinda final —dije en voz baja para mí misma.
Cuando el profesor estaba a punto de conseguir sacarla de la clase, Roberta se enfrentó a él y dijo lo que nunca hubiera dicho de no haber estado controlada por mí.
—¡Suélteme, viejo monigote, no sabe quién soy yo! Soy más inteligente que usted hasta durmiendo. Usted jamás sería capaz de idear las bromas más imaginativas y malvadas del mundo. ¡Soy una artista…, soy una artista!
El profesor, rojo de ira por lo que acababa de escuchar, se la llevó de la clase en dirección al despacho del director.
Nada más salir todo el mundo aplaudió y rió satisfecho.
Aquello sería la comidilla de todo el colegio durante años.
Me sentí bien por ver a mis compañeros tan contentos, aunque en el fondo no pude evitar ser invadida por un sentimiento de culpabilidad. No me gustaba hacer mal a nadie, aunque se lo mereciese.
—¿Qué acaba de pasar? —me preguntó Jorge volviéndose
del pupitre que estaba delante del mío.
—Lo que acabas de ver —le contesté desviando la mirada.
—¿Cómo sabías que iba a pasar algo?
—No lo sabía, lo he dicho por decir—. No sabía mentir, la voz me temblaba.
No se quedó conforme, algo sospechaba. Creo que siempre se quedó con la mosca detrás de la oreja. La pregunta siempre se mantuvo en el aire. No volvió a cuestionarme nada, al menos en aquel momento.
Roberta fue expulsada una semana por lo ocurrido y posteriormente sus padres tomaron la decisión de meterla en un internado. En pocas palabras, nos libramos de ella.