Capítulo 3
Un plan descabellado
A la mañana siguiente comencé a llevar a cabo el plan desde las primeras horas del día. Había estado lamentándome por los rincones de la casa, tenía que hacerme notar y dejar claro cuánto me dolía el estómago y lo mareada que estaba. Lo de mi estado de salud tenía que quedar bastante claro. Una vez hecho el papelón, tata Antonia me dio un vaso con el vómito falso y se marchó en dirección al cuarto de la limpieza, en cuanto se marchó eché el regalito en la maravillosa alfombra persa que había en el salón principal frente a la chimenea que estaba franqueada por unos enormes y confortables sillones de piel marrón oscuro. Me dio hasta pena, con lo bonita que era. Después de aquel crimen contra el arte y la higiene me escondí cerca del cuarto de limpieza a esperar a que la tata saliese con la señora de la limpieza en dirección al salón.
—Buenos días, señora Josefa—. Así se llamaba ella.
Era una señora de unos cincuenta años, aunque aparentaba algunos más, bajita, regordeta, con el pelo corto y teñido de un rubio platino que, por cierto, no le quedaba nada bien, que siempre iba pulcramente aseada, uniformada con el vestido clásico de las empleadas del hogar de familias de alto poder adquisitivo, es decir, de color negro con puntillas de encaje blanco en puños y cuello, cofia incluida. Como algo indispensable, debía ir sin maquillar, sin pendientes o cualquier tipo de abalorio o adorno superfluo, todo ello por expreso deseo del ama de llaves. Lo que nunca entenderé es que si el ama de llaves la obligaba a ir tan correcta, tan pulcra, ¿cómo era posible que le dejara tener un color de pelo tan horrible?
—Necesito de sus servicios de limpieza —dijo mi tata—. La señorita Lucía está algo indispuesta y ha vomitado en la alfombra favorita del señor. Hay que limpiarlo inmediatamente, el señor no puede ver lo que ha ocurrido —le ordenó con cierta autoridad.
—Lo siento, pero eso no va a ser posible —contestó tajantemente Josefa—. Tengo que cumplir con los horarios establecidos por el ama de llaves, usted sabe perfectamente que no puedo saltarme sus órdenes. Y ahora, no me entretenga más que tengo cosas que hacer— la señora de la limpieza le cortó de raíz, ya sabía yo que no iba a resultar tan fácil—. Por cierto…, tú eres la encargada de cuidar a la señorita Lucía, límpialo tú.
Desde mi escondite estaba escuchando toda la conversación. Empecé a ponerme nerviosa, creía que no lo íbamos a conseguir. Tata Antonia, ante la negativa de Josefa se puso frente a ella y con más contundencia y sin titubear le dijo:
—Perdona, a mí no me pagan por limpiar, por lo que yo sé, ese es tu trabajo. Si así lo quieres informaré yo misma al ama de llaves… O mejor aún, le diré al señor lo ocurrido y le haré saber que usted se ha negado a hacer su trabajo— al acabar de decir aquello tata Antonia se dio la vuelta y fue en dirección a la puerta pensando que no lo había conseguido. Pero justo cuando cruzaba el umbral de la puerta para salir del cuarto de limpieza pasó algo inesperado.
—¡Espera!, está bien, pero tú me ayudarás para ir más rápido, tengo que llegar al despacho antes que el ama de llaves.
—No estoy de acuerdo, pero está bien, te ayudaré —le dijo respirando aliviada. Para disimular acabó haciéndose la remolona por tener que ayudarla a limpiar.
—Vamos, rápido, no te duermas en los laureles. ¡Lo que me faltaba!, como por su culpa tenga problemas con el ama de llaves se va a enterar de quién soy yo —dijo la señora Josefa con evidente enfado al mismo tiempo que seguía murmurando malhumorada de camino al salón.
Ambas se marcharon en dirección al salón principal. Ese era el momento. Entré, cogí las llaves, fui a por el libro y la llave que previamente habíamos escondido en un armario del pasillo
próximo al despacho de mi padre, rápidamente volví a colocarlos en su sitio, en el compartimento secreto bajo el escritorio. Salí del despacho, cerré la puerta con llave y al darme la vuelta tuve un presentimiento, más que un presentimiento era la certeza de que una fuerza maligna se acercaba a mí, esa sensación angustiante hizo que se me revolviera el estómago, pero esta vez de verdad.
Ciertamente era la primera vez que tenía semejante sensación. Mis sentidos se agudizaban, otro poder se daba a conocer, un poder desconocido. El ama de llaves estaba acercándose a toda prisa, lo único que pude hacer fue subir a toda velocidad por las escaleras de servicio en dirección al primer piso.
Sentí miedo, he de reconocerlo, no hubiera sido capaz de enfrentarme a ella. Por desgracia, no me dio tiempo de llegar al cuarto de limpieza y dejar las llaves en su sitio antes de salir huyendo, en el fondo todo aquello me dio mala espina desde un principio, mi interior me decía que no iba a salir bien.
El ama de llaves, una señora de aspecto horrible, de unos sesenta años, coronada por el mismo moño día tras día, de gesto frío que helaría al mismísimo infierno, tenía el pelo negro y era tan pálida que en muchas ocasiones pensé que era un fantasma que venía del más allá para hacernos la vida imposible. Sus ojos negros, sus cejas perfiladas, su nariz aguileña, su impecable vestido negro, ya sin abrir la boca daba miedo. Se llamaba Encarnación. Sí, era la encarnación: la encarnación del mal. El nombre le quedaba bien.
Encarnación, o doña Encarnación para los amigos, llegó a la puerta del despacho como cada día para inspeccionar el trabajo de la señora de la limpieza y, por supuesto, recuperar sus llaves, como no. Mientras tanto, yo estaba esperando en el rellano del primer piso escuchando todo lo que pasaba abajo.
Intentó abrir la puerta pensando que Josefa estaría dentro. Su sorpresa fue mayúscula cuando la puerta no se abrió.
—Esto no es posible. ¡¡¿Dónde está, Josefa?!! —chilló muy enfadada. Aquel grito me sobrecogió el alma.
Encarnación, como una bala y con los ojos que se le salían de las órbitas, fue en dirección al cuarto de limpieza y lo que vio le gustó aún menos. No estaban ni Josefa ni sus preciosas llaves.
—¡¡¡¿¿¿Dónde están mis llaves???!!!—. La ira salía a borbotones de sus labios.
Enfurecida empezó a buscar a Josefa como un perro rabioso buscando algo para llevarse a la boca. Examinó habitación por habitación, lo cual me sirvió para bajar las escaleras, ir a la taquilla y dejar las llaves. Sabía que ella no pararía hasta descubrir lo que estaba pasando y no creí en ningún momento que se quedaría tranquila con el simple hecho de que apareciese lo que andaba buscando. Al colocarlas en su sitio oí gritos que provenían del salón principal. Fui para ver qué ocurría. Si mi tata estaba en apuros ahí tenía que estar yo para echarle una mano. Llegué al salón, me coloqué tras mi tata y la cogí de la mano.
—Parece que se encuentra usted mejor, señorita —me dijo el ama de llaves con sorna.—Sí, un poco —contesté algo apocada—. Supongo que después de vomitar el cuerpo se me ha aliviado bastante.
—Ya lo veo…
Se giró hacia la señora de la limpieza y fue entonces cuando empezaron los fuegos artificiales.
—¡¿Se puede saber qué haces aquí?!, ¡¿acaso mis órdenes no han sido claras?!, ¡en esta casa se hace lo que yo diga y cuando yo lo diga!, ¡y si pongo unos horarios y unas normas se hacen y punto!—. Los gritos del ama de llaves hacia la señora de la limpieza fueron escuchados por todo aquel que estuviera en la casa o cerca de ella.
—Señora, como ya le he dicho, he tenido que atender una urgencia… —replicó Josefa atemorizada.
—¡¿Qué urgencia es tan importante como para desobedecerme?! —le preguntó acercándose a ella como una loca a punto de matar a quien le llevase la contraria, quedándose a tan solo un palmo de ella.
—La señorita Lucía estaba algo indispuesta y ha vomitado en la alfombra persa del señor y Antonia me ha pedido que la limpiase…, no quería que el señor se disgustase…—. A medida que iba hablando su voz era cada vez más tenue y temblorosa.
—Antonia… —dijo Encarnación con aires de superioridad—, Josefa tiene unas obligaciones que cumplir, obligaciones en las que tú has interferido y yo me pregunto ¿por qué?
—Señora —dijo Antonia sin apartar sus ojos de los de la bruja, no estaba dispuesta a que el monstruo la intimidase—, soy la encargada de cuidar a la señorita Lucía, no soy quien limpia la porquería, para eso está el servicio.
—Ciertamente, eres tú la que tienes que encargarte de la señorita Lucía, con todo lo que ello conlleva, sea lo que sea. ¿Es que no te ha quedado claro con la cantidad de años que llevas aquí? Tú no eres quién para hacer que una orden mía no se cumpla. Da igual lo que pase, que nieve o truene, un huracán o que un tifón arrase cuanto nos rodea, nunca, jamás se desobedecen mis órdenes. No tientes a la suerte, Antonia, estás en mi punto de mira, no sé por qué, pero nunca me he fiado de ti.
—Josefa —dijo doña Encarnación volviéndose entonces hacia la pobre señora de la limpieza—, dame mis llaves de inmediato. Recoge tus cosas…, estás despedida.
—Pero señora... yo… yo no he hecho nada malo… soy una buena empleada, solo he cumplido ordenes. Llevo años trabajando para ustedes y siempre he sido muy correcta, soy una buena empleada, no merezco quedarme sin trabajo por culpa de otra persona —contestó nerviosa y a punto de llorar.
—Incorrecto, las únicas ordenes que tenías que cumplir eran las mías. Cosa que no has hecho. Deme las llaves, y márchese. Jamás doy segundas oportunidades.
—Señora…, yo no tengo las llaves. Aún no las he recogido de la taquilla…, al incorporarme a mi puesto de trabajo lo primero que he hecho es venir a limpiar la alfombra.
—¡¡¡¡¡¿Cómo?!!!!! Acabo de venir de allí y las llaves no estaban en la taquilla, por lo tanto, ¿dónde están?—. La vena verde que pasaba por el lado izquierdo de su frente palpitaba cada vez más. Parecía una bomba de relojería a punto de estallar.
—Señora, venga conmigo, le juro que no las he cogido, por favor acompáñeme. Tienen que estar en la taquilla.
Apresuradamente Josefa marchó al cuarto de la limpieza seguida de Encarnación, Antonia y por mí misma. Cuando llegamos allí Josefa abrió la taquilla y allí estaban las llaves.
—¿Alguien me puede decir qué está pasando aquí? —Su indignación crecía por momentos—. La persona o personas que están tras este insólito suceso, ¿realmente piensan que soy estúpida?
—Señora, lo ve, aquí están, como le dije…, nadie las ha cogido.—¡¡¡¡¡¡Cállate!!!!!! —gritó a Josefa mientras miraba a Antonia—. Antonia, ¿no tienes nada que decirme?
—No, señora—. La seguridad en sus palabras, su mirada firme, no la delataban.
—Josefa, ¿se puede saber qué hace aún aquí?, he dicho que está despedida, no quiero volver a repetírselo—. A mí me dio la sensación que como no podía con mi tata tenía que ejercer su superioridad con la pobre Josefa.
—Señora, por favor, yo solo cumplía órdenes, no puedo perder este trabajo…, tengo una familia que mantener.
—Fuera de mi vista, ¡ya!
—Sí, señora —dijo con resignación mientras se marchaba, no sin antes dedicarle a mi tata una mirada fulminante.
—¿Realmente piensas que soy estúpida, verdad? —preguntó a mi tata, una vez se marchó Josefa.—No sé a qué se refiere—. Ella seguía sin inmutarse, probablemente yo me hubiese derrumbado.
—¿Quién ha cogido las llaves?, no pienso preguntarlo más veces.
—¿Está insinuando algo señora?
—No, Antonia, estoy afirmando, sé que has sido tú.
—Le repito que no sé de qué está hablando.
El ambiente estaba muy tenso y cortante. No sabía hasta cuándo iba a aguantar el tipo, así que no me quedó más remedio que intervenir.
—Tata, me encuentro bastante mal otra vez, creo que voy a volver a vomitar, ¿me acompañas a mi habitación?, estoy muy mareada —dije con aparente malestar.
—Por supuesto, Lucía, en seguida te acompaño… cuando doña Encarnación nos lo permita, claro está.
—Esto no va a quedar así, llegaré hasta el fondo de este asunto—. Cogió las llaves y se marchó a toda velocidad muy enfadada.
Mi tata había demostrado una gran entereza. Ya sentía una profunda admiración por ella, pero desde aquel día ella, para mí, era toda una heroína.
—Gracias Lucía, pero no hacía falta que te expusierastanto, tenía controlada la situación.
—Lo sé, pero es que me estaba aburriendo de tanto esperar, ¡ja, ja! —dije para relajarnos después del nivel de tensión que acabábamos de soportar—. Eres mi heroína. Yo no habría aguantado tanto como tú.
—Muy graciosa. Anda, vámonos, no vaya a ser que vuelva el bicho y nos pegue la rabia.—¡Ja, ja, ja!, muy ocurrente.
Ambas nos marchamos a toda prisa en dirección a mi habitación. Una vez allí, respiramos aliviadas. Nos miramos y durante unos segundos no dijimos nada. No puede evitar abrazarla en aquel instante y decirle que si ella no hubiera estado en mi vida ya me habría marchado de allí tiempo atrás. Me apretó con fuerza y me dijo al oído que nadie en el mundo podría quererme tanto como me quería ella. Cuando recuperamos el aliento las preguntas obligadas no se hicieron esperar.
—¿Qué había en el libro?, ¿qué abría la llave?, ¿y por qué tanto misterio?Por supuesto la respuesta tampoco se hizo esperar, a pesar de que no me gustara lo que iba a oír.
—Todo a su tiempo Lucía, ten paciencia.
—Bueno, tata, si de todas maneras me lo vas a decir…
—¡No! —gritó enojada.
Nunca me había gritado, nunca. Comprendí al instante que aquello era importante, tanto como para hacer que mi tata tuviese una reacción inusual en ella.
—Está bien, esperaré —dije algo conmocionada.
—Cariño, siento ser tan tajante en esto, pero ya lo comprenderás. Ten paciencia, mi cielo, no puedo hablar, en esta casa hay demasiados oídos—. Me acarició suavemente la mejilla, con tanta dulzura que me hizo sentir muy bien. Todos los nervios acumulados en los últimos días se habían disipado. Estaba extrañamente relajada. La miré a los ojos. Aún seguía acariciándome, me hablaba, pero llegó el punto en que solo veía sus labios moverse sin entender ni una sola palabra. Todo se volvió borroso. No entendía nada. De repente se apagó la luz.